El diálogo entre artes visuales y literatura se ha extendido desde la Antigüedad a nuestro tiempo. Desde la cita de Horacio «una pintura es un poema sin palabras», en el siglo I a.C., hasta «la relación del lenguaje con la pintura es infinita» de Foucault, en el siglo XX, se pone de manifiesto que la desvinculación entre escritura e imagen nunca ha sido completa. Ello puede verse en los numerosos ejemplos de pintores-poetas o poetas-pintores. Carlos Edmundo de Ory no fue ajeno a esta relación. A lo largo de su vida cultivó en ocasiones el dibujo y el collage, pero especialmente tuvo grandes amigos pintores, hasta el punto de anotar en su Diario «¿Por qué siempre tendré amigos pintores? ¡Es un misterio! Primero Eduardo, luego Paco. Ahora, además de Darío Suro, Manuel Gil Pérez, José Caballero, Tony Stubbing, Carlos Ferreira (escultor) y Ángel Ferrant, Mathias Goeritz... Seguramente se debe a mi desprecio por la vida intelectual y a mi adoración casi mística por la pintura y la escultura o los objetos de arte».
Las colaboraciones sobre arte de Ory para la prensa, o los textos que hizo para los catálogos de las exposiciones de diversos artistas, lo ponen de manifiesto. Pero su relación con el arte no era algo que se ciñera a una filiación puntual, sino que amaba el arte porque, escribe en su Diario, «no me queda otra cosa, una vez que el mundo de la infancia propia ha desaparecido para siempre. Sólo este mundo vuelve para mí con el arte. Si ahora pudiera ser de nuevo niño, no necesitaría el arte, porque nada significaría para mí. Solamente como substitutivo de la infancia perdida, encuentro este gran gozo del arte y lo descubro siempre de nuevo. ¡Este gran gozo del arte! No es sólo una necesidad. Es una necesidad para dar salida al dolor». |