A partir del reconocimiento por parte de la ciencia arqueológica a finales del siglo XIX, especialmente debido a las analogías etnográficas, de que aquellas piedras que se recuperaban en los yacimientos arqueológicos tenían un claro origen antrópico, se empezó ya a darles nombres de instrumentos: “raspadores”, “raederas”, “cuchillos”, “buriles”, etc., basándose en el axioma de que “a igual forma igual función”. Sin embargo, las cuestiones concretas que se planteaban, y aún nos planteamos hoy en día desde la arqueología, siguen siendo: ¿cómo se usaron?, ¿qué material trabajaron?, ¿cómo se hicieron?...
Para contestar al cómo se hicieron, o más bien qué técnica se utilizó para manufacturar los distintos instrumentos, la experimentación y los remontajes han jugado un papel muy importante. Para explicar el cómo y para qué se usaron esos instrumentos líticos utilizamos el análisis macro y microscópico de los rastros o trazas de uso, de ahí que fuera denominada “Traceología” por su creador el arqueólogo soviético S.A. Semenov a mediados de los años 50 del siglo XX. Se trata de un método científico, basado en la comparación experimental, que utiliza medios ópticos (lupa binocular, microscopio metalográfico, microscopio electrónico de barrido, etc.) para estudiar las superficies de los instrumentos líticos. Podría decirse que tiene una cierta similitud o más bien que se basa en aspectos relacionados con la criminología –“buscar las huellas del crimen” = “buscar las huellas o desgaste por el uso”-.
Con el análisis de esa materialidad social que son los rastros de uso, tenemos que identificar y estudiar los procesos de trabajo en los que intervinieron esos instrumentos, es decir conocer qué se produce, cómo se produce y quién o quienes lo producen. De esta forma el análisis funcional, junto a otros métodos analíticos, contribuye al conocimiento de cómo se organizaban esas sociedades prehistóricas para la producción de los distintos bienes de consumo que necesitaban para su supervivencia. Queda clara pues la conexión ineludible entre el Análisis Funcional y la categoría socio-económica “trabajo”. Es, además, una de las escasas contribuciones de la arqueología al estudio histórico de las sociedades humanas, ya que se trata de un método que surge y se desarrolla en la propia ciencia arqueológica.
La interacción entre dos materias en contacto, la materia trabajada u objeto de trabajo y la zona activa o de contacto del instrumento de trabajo, hace que exista una modificación, aunque sea a nivel molecular, de ambas. En las superficies de los instrumentos de trabajo, estas modificaciones debidas al uso se pueden expresar de diversas formas: pulimentos, redondeamientos y/o embotamientos, melladuras o desconchados de los filos, estrías o rasgos lineales y micropulidos. Las características de estos rastros de uso dependen de una serie de variables, siendo la materia trabajada y su estado la principal. El análisis de la relación de todos los rastros de uso en un instrumento será lo que nos permitirá determinar tanto la materia trabajada como la acción o actividad realizada con él. Y la puesta en común con otros datos arqueológicos y la contextualización de los mismos, nos permitirá determinar los procesos de trabajo o productivos en los que intervinieron, la existencia de áreas de actividad específicas si las hubiera (es decir la organización social del espacio habitable), la funcionalidad del yacimiento, etc. |